jueves, 12 de agosto de 2010

Prosperidad y bondad: la otra cara del iluminismo martiano


(Foto de Marcelo Dondo)


Haber estudiado en Cuba, en ese mundo de relativas certezas que nos construyeron durante la década del 80’ y haber cursado posteriormente una carrera en la Universidad de La Habana abre, de antemano, muchas puertas. La fama de los egresados universitarios cubanos es reconocida, ensalzada en cualquier parte del mundo y no es inmerecida. La intensidad con que estudiábamos en aquellos años de preuniversitario (de Ciencias Exactas), podría parecer, a mis actuales colegas españoles, un exceso derivado de una mente mitomaniaca −en este caso la mía−, y prefiero callarlo. Mucho más, prefiero silenciar el estoicismo con el que se estudiaba; la delgadez de aquel tiempo en el que la falda del uniforme se iba reduciendo paulatinamente con antiestéticas pinzas mientras mi cintura se desvanecía...Los años de aquel invento seguramente inefectivo del arroz amarillo con "suerte", coloreado con pastillas de vitamina B. (Ignoro si el complejo vitamínico se mezclaría desde el mismo proceso de cocción, lo que seguramente anularía las propiedades del aditivo, o si era añadido al final a modo de salsa, no precisamente criolla).

En esos años, la empresa farmacéutica cubana empezó a elaborar el "multivit", y como mi hermano yacía en cama, desde hacía unos meses, por un intenso asedio de algo que llamaban “neuritis” o “beriberi” (¿o acaso se supo con certeza de qué se trataba?) yo lo ingería con disciplina o devoción. Las vitaminas garantizarían que mis neuronas siguiesen funcionando, y por ende, lograr un alto rendimiento en el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), y mi posterior acceso a la universidad. La utopía desarrollista − a imagen de la cosmonáutica− de renunciar a los alimentos sustituyéndolos por cápsulas, se estaba cumpliendo. Pero el hambre podía más que el hombre y los preparados de agua con azúcar eran un remedio eficaz en tales casos.

También, y todo hay que decirlo, siempre tuvimos para desayunar aunque fuese un cuarto de pan, de los redonditos ya pequeños, que a veces picaban frente a nosotros para que viésemos que la partición era justa, y al que llegamos a llamar el “pan martiano”: “con todos y para el bien de todos”. Y en los almuerzos, el caldo de col, las croquetas elaboradas con un solo cerdo ¿macrobiótico? que se repartía equitativamente para miles de estudiantes de las cuatro unidades que formaban la escuela; y en la cena, otro tanto. Como si viviésemos del aire.

En cambio, sobrevivíamos expandiendo nuestra intensidad vital hasta límites insospechados. No renunciamos a las marchas, los desfiles, los bailes, el trabajo en el campo y el estudio. Resistíamos y le pedíamos al cuerpo que aguantara redoblados sacrificios: que no se nos desmayara, que no se nos “rajara”, que secundara nuestras cabezas enfebrecidas de proyectos y metas. El año 2000 era nuestro, y construiríamos una sociedad mejor y más preparada. Sin dudas.

La consunción era el ideal quijotesco de la izquierda revolucionaria, del intelectual soñador, de la vanguardia, de la bohemia transgresora. La panza distinguía la burguesía acaparadora y pedestre de la refinada aristocracia; era, desde la época del texto cervantino, el símbolo de la bajeza y la ignorancia. Como le dice el hidalgo a su escudero: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo y tú para morir comiendo.” Vivir muriendo, morir viviendo, un retruécano demasiado conocido por los cubanos y cantado como himno de guerra.
La revolución usufructuó, a fuerza de los rigores en la alimentación, esta semiótica bien codificada. En aquellos años, la panza podía ser la huella de un desvío de recursos, de un enriquecimiento ilícito. Hoy es la marca corporal de los malos hábitos alimenticios, del regreso del pan, y la salsa abundante, mientras la Europa anoréxica presume de sus alimentos desgrasados.

Recuerdo que, en cierta ocasión, nos habían prometido que el cerdo del semestre le sería dado al grupo más destacado de la escuela para que sus integrantes hicieran una fiesta e invitaran a sus familiares. Prometer eso en 1993 era como anunciar un día en el paraíso con pasaje de ida y vuelta. El grupo elegido fue el nuestro, después de haber sobrecumplido todas las metas de la competición. Y los días anteriores a la fiesta, cancelaron las invitaciones de las familias −porque sólo los padres de la ciudad tendrían el privilegio de asistir y eso creaba diferencias− y poco a poco nos fueron dorando la píldora hasta que del cerdo apenas vimos las croquetas. Ante nuestras protestas, el director dijo aquellas palabras que nos hundieron en la vergüenza: “¡discutiendo por un plato de empellas!”, y acotó: "Como diría el Maestro: El verdadero revolucionario no vive para comer, sino que come para vivir.”

Juro que aquella frase la repetí muchas veces como talismán contra la gula. Y la busqué por la obra martiana sin encontrarla, hasta que un día la hallé en El avaro de Molière, con una erudita nota al pie que decía que era un conocido refrán latino: “ede ut vivas, ne vivas ut edas”. En la obra, uno de los personajes, Valerio, le da lecciones al cocinero de Harpagón sobre cómo hacer una cena con poco dinero: “Habrá que dar cosas de las que se come poco y hartan al empezar... Unos buenos frijoles, algún pastel acompañado de castañas.” Método infalible: ¡un plato de frijoles negros!

CULTURA Y LIBERTAD

En cambio, la frase martiana que sí se podía leer en toda aula cubana era aquella que prescribía la finalidad que debía tener la cultura: la libertad. Ser cultos para ser libres. Cultura y libertad son términos tan inscritos en determinados repertorios contextuales que el apotegma martiano, anclado en una ahistoricidad eterna, apenas significa nada. Son dos de los conceptos más productivos heredados de las tecnologías de control de la Modernidad que, establecidos como absoluto, han escondido la ideología tras la que tales signos se hacen operativos. La creencia iluminista suponía un libre albedrío anclado en el saber, aunque hoy sabemos que justamente el “saber” es el dominio en el que se nos instituye como sujetos predeterminados, y el libre albedrío ha dejado de ser, hace mucho, una posibilidad tangible.

En cualquier caso, y siguiendo a Foucault, la cultura es un espacio de intervención y resistencia −donde se ejerce la microfísica del poder−, justamente porque es el entramado donde se construyen los sistemas de identificación social. La libertad es más bien ese, aunque sea mínimo, momento de resistencia, de tensión permanente que nos hace constantemente movernos, como sujetos, logrando postergar la aspiración absoluta, pero siempre inalcanzable del poder: la inmovilidad. Y moviéndonos, cancelamos la definición perfecta.

La resistencia −y la libertad− en el actual momento que vivimos pasa, en sentido estricto o primario, por la resistencia del cuerpo. No hablo de la resistencia oficializada, aquella que se pide a cambio de hundimientos y holocaustos masivos, sino la resistencia cotidiana, la única que garantiza un mínimo de libertad, y que incluye, como estrategias, el cambalache, el mercado negro, la improvisación, el timo. La búsqueda de alternativas para encontrar modos de subsistencia y felicidad paralelas o compensatorias. Resistir y resolver. Resolver para seguir resistiendo. (Visto así, la cultura entendida como erudición no garantiza, en el terreno patrio, libertad alguna. Otro tipo de cultura se impone para logar la sobrevivencia: la de la “lucha”.)

En el artículo “Maestros ambulantes” de donde se extrajo el precepto martiano, también se repudiaba la idea de un telos humano dirigido hacia la satisfacción de las apetencias del cuerpo: el ya comentado “vivir para comer”: “La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. (…) Los hombres son todavía máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones”. En efecto, si invertimos la frase, podríamos decir algo así como: cuando un relicario de preocupaciones −entre ellas, y de manera fundamental, la carencia alimenticia− atormenta al hombre, éste se vuelve una “máquina de comer”.
La obsesión por la falta de comida era la que nos hacía estar hablando todo el día de alimentos imposibles y suspirar a coro en el cine frente a una escena suculenta. En Paradiso, el alimento nos conduce a una hilatura descomunal que apenas soñamos frente a la proliferación apetitosa de ingredientes y platos que se mezclan en la “gossá familia”, esa orgía metafísica en la que se resumen todos los gozos. Nuestra mesa, reducida y deslucida, ha dejado de suponer el goce que promete una duración, un detenimiento en la catadura de combinatorias insospechadas: nuevas especies, nuevas texturas o ritmos de deglución y, lo que es más lamentable, ha dejado de religar como la más pura de las religiones: ya no impulsa la conversación hacia ese estado de luz en el que el diálogo invade el oído como el crustáceo la boca. Decía el Coronel Cemí en torno a la mesa servida: “El placer, que es para mí un momento en la claridad, presupone el diálogo. (…) Si no es por el diálogo nos invade la sensación de la fragmentaria vulgaridad de las cosas que comemos” (35)

Con angustia, reconozco en Paradiso el espejismo que contrarrestaba la propia "pobreza irradiante" lezamiana, el hambre real del escritor, como recordaba Reynaldo González en el programa de Amaury Pérez “Con dos que se quieran”. Según González, cuando cogía el trozo de carne que le correspondía, iba a casa de Lezama y lo sacrificaba en pos de alimentar no precisamente el “espíritu” del maestro.


BONDAD Y PROSPERIDAD

Conviene, sin embargo, que regresemos a la frase martiana que conjugaba cultura y libertad para comentar una gravísima falta por omisión. La frase, en realidad, es una especie de silogismo con tres proposiciones indispensables que se concatenan: “Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”. O lo que es lo mismo, la prosperidad sería la base de ese edificio ético en el que, luego de alcanzado el bienestar, se podría ser bueno (y por ende, dichoso) y culto (y por ende, libre). “Y el único camino − continúa diciendo Martí−, abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza”. Cierra la idea, y devuelve el protagonismo al conocimiento, en este caso, aplicado: se asocia la cultura a su sentido etimológico: cultivar, hacer fecundar la prosperidad a través del trabajo y del usufructo eficaz de los bienes que poseemos. Esto nos haría ser prósperos y otra vez, libres y buenos. (A su vez, Martí no propugna que el campesino abandone el surco para hacerse letrado; que los campos se llenen de marabú mientras la mente se cultiva, sino que una especie de “maestro ambulante” acuda al lugar donde se obra, ofreciendo conocimientos alternativos.)

Que la bondad esté relacionada con la prosperidad (la bonanza) no es una contradicción −como la ética revolucionaria casi siempre ha pretendido, confiada en el valor formativo de la miseria−; aunque tampoco sea un a priori. Sin embargo, la realización individual que ofrece la prosperidad (y no exactamente por el bienestar que implica, sino por el proceso en busca de ese bienestar) bien podría hacernos mejores, aunque esto parezca sacado de un manual de autoayuda.
Recordemos que la palabra “próspero” viene del latín prosperus−a−um, dotada del prefijo ‘pro’ (hacia adelante, en favor) y la raíz indoeuropea spe. La palabra latina spes (esperanza) contiene la misma raíz. Etimológicamente “próspero” significa entonces, que lleva adelante lo esperado, o según lo esperado. La prosperidad supone el curso favorable de una acción o desempeño; el éxito de una empresa y no, necesariamente, un enriquecimiento que avergüence, o desmerite al poseedor. Rico o riqueza, en cambio, vienen del alemán arcaico riks −dando origen a la palabra reich− y tiene la raíz indoeuropea reg (rey, regente); lo que indica que, en este caso, el vínculo entre Poder y peculio aparece marcado en sus orígenes. Los aldeanos nunca podrían ser ricos −tampoco los campesinos a los que se refiere Martí en el artículo citado− pero sí prósperos.


CULTURA Y PENURIA

Lo que mis actuales colegas españoles desconocen es que la letra sí nos entró con sangre, o mejor, con hambre, como cuando debíamos leer los tantísimos libros que nos ayudarían a forjarnos como filólogos, tumbados en las literas de la residencia estudiantil F y 3ra y con apenas unas tostadas y un té en la barriga.
Haber estudiado en Cuba fue realmente un privilegio. Haber sido discípula de brillantes profesores que a lo largo de mi vida intentaron suplir las carencias del cuerpo con los espejismos de la cultura, es algo inolvidable. Ellos también enflaquecieron paulatinamente; algunos parecía que expirarían tras la lección, y seguían aferrados a su trabajo, apenas remunerado. Recuerdo con nuestra alegría de que algún “viajecito” le hubiese tocado casualmente a alguno de aquellos profesores que nunca viajaba, para que pudiese “reponerse”. A su regreso nos comentó con orgullo que había ahorrado mucho dinero y que, por tanto, había podido comprar algunos libros que hacían falta para la Facultad. Y en efecto, apenas había engordado unas libras, apenas había cambiado su ropa de siempre, de tienda reciclada, como la nuestra.

Hoy, muchos a los que le debo, no mi placer por las letras, sino mi gusto quijotesco por enseñar, (labor reñida, como se sabe, con la riqueza, aunque no necesariamente con la prosperidad) no están en la facultad. Y lo lamento visceralmente por los alumnos que no tendrán la oportunidad de conocer el enjuto cuerpo y la febril agitación de Salvador Redonet; la consagración casi mística de Ofelia García Cortiña; la sencillez campechana de Amaury Carbón, con su guayabera blanca, casi transparente; la fortaleza de Nara Araújo, llena de proyectos a un paso de la despedida, y a otros tantos que han fallecido en los últimos años, en plena faena. O la despistada genialidad de Beatriz Maggi, la estoica resistencia de Teresa Delgado, la humildad de Lupe Ordaz, y a otros tantos que se han retirado o alejado de la institución. A sus clases había que ir, aún cuando la barrita de maní comprada al “merolico” más cercano, fuera el único sostén de la mañana.

En la actualidad, no sé si con el plan de maestros emergentes, algún niño pueda agradecer, dentro de veinte años, la educación recibida en las etapas iniciales, las más importantes. No sé si el solo hecho de haber estudiado en Cuba seguirá siendo un motivo de alabanza. Incluso desconozco qué motivaciones impulsan hoy a los jóvenes a estudiar: supongo que ya no sean las mismas que las nuestras, o a lo mejor, sí. Confiar en que la profesión podrá ser ejercida en la sociedad que te formó y que, una vez que ha garantizado tu competencia, te abra las puertas para alcanzar la retribución necesaria, merecida. La prosperidad que, según Martí, nos haría ser buenos y dichosos. Aquella que no se conforma con un viaje normado en el que haya que decidir si alimentar el cuerpo o el espíritu.

No hay comentarios:

Publicar un comentario